MIL DOSCIENTAS DOSIS MÍNIMAS

Todos los vecinos oyeron los terribles gritos del chiquillo esa tarde de septiembre. Eran gritos agudísimos, de miedo, de dolor y de espanto. Cuando acudieron en gran grupo, vieron un espectáculo horrorizante: Mike Markham, un chiquillo de siete años, y su pequeño perro, estaban en el suelo junto a un árbol, materialmente cubiertos de furiosas avispas amarillas.

El pequeño Mike y su perro, de Apopka, estado de Florida, habían salido a jugar al campo esa tarde de otoño. Sin querer habían espantado un enjambre de avispas, y éstas los habían atacado. En el cuerpo del niño se encontraron más de mil doscientas picaduras. Y él, y el can, murieron como resultado del veneno.

La picadura de una avispa de las amarillas es en realidad de poco temer. Produce un poco de escozor y quizá una leve hinchazón pasajera. Porque la dosis de veneno es tan mínima que el cuerpo la disuelve en seguida. Pero cuando son mil doscientas dosis mínimas, introducidas en un solo cuerpo, ya la dosis se hace masiva, se vuelve mortal.

Eso fue lo que pasó con Mike, alegre chiquillo de siete años. Quizá una, dos, o aun diez picaduras las hubiera resistido. Su cuerpo sano y fuerte hubiera rechazado la ponzoña. Pero fueron mil doscientas picaduras, demasiada ponzoña acumulada, y el pequeño no resistió.

Así pasa también con el pecado. Un solo pecado blanco, como solemos llamarle (aunque blanco no hay ninguno) puede pasar. El alma es capaz de resistirlo y eliminarlo. Una pequeña mentira, una glotonería pasajera, hasta una borrachera en una fiesta especial, pueden ser eliminados del alma como quien elimina una toxina que no conviene.

Pero, ¿qué pasa cuando ese pequeño pecado blanco se repite mil doscientas veces? Una pequeña mentira se vuelve hábito de mentir. Una borrachera en una despedida de solteros, repetida constantemente, se vuelve esclavitud al alcohol.

Un adulterio que se comete una vez, a fuerza de repetirlo, se convierte en un estado de continuo adulterio que emponzoña toda la vida del hombre, de la mujer y del hogar de ambos. Un pequeño hurto que parece insignificante, repetido cientos o miles de veces, corrompe todo el carácter y toda la existencia de la persona.

Sólo Cristo puede salvarnos de la dosis mínima del pecado y de la infección masiva que produce. Porque sólo Cristo tiene el antídoto contra toda forma de mal.

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